La próxima llegada a la
Casa Blanca de
Donald Trump y el desembarco de la asombrosa troupe que ha designado para los puestos más importantes de la administración (un antivacunas en Sanidad, un delincuente en Justicia, un petrolero en Energía, una organizadora de peleas en Educación, etc⦠¿qué podría salir mal?) está alimentando numerosas especulaciones sobre el futuro que espera a las compañías tecnológicas.
Esto debería indicarnos claramente que la política y la regulación que fecte a las tecnológicas norteamericanas no será precisamente un conjunto de normas armónico y con una intención determinada, sino más bien unas reglas para aquellos «que caen bien» a la administración y otras para aquellos «que caen mal». Para compañías como Google o Meta, Tim Cook tiene una buena relación con el inquilino de la
Casa Blanca. Y por supuesto, que básicamente ha comprado su influencia en el gobierno del que aún es el país más poderoso del mundo como quien compra una rifa en una tómbola.
¿Debería la regulación de la tecnología depender de cómo le cae cada compañía al presidente de un país? No, lógicamente nunca debería ser así. La regulación es un arma potente, y plantearla así es como poner una metralleta en manos de un chimpancé.
En el caso de Google, las cosas vienen complicadas.