En pleno siglo XXI, mientras la fachada de la democracia se derrumba bajo el peso de una kinderpolitics de patio de parvulario sin sentido, los verdaderos beneficiarios son aquellos que han sabido adaptarse al nuevo orden: las grandes tecnológicas y los oportunistas. Bajo la sombra del Idiot-in-Chief, vemos cómo se desmantelan las barreras que protegían a los ciudadanos, dejando paso a la más tóxica colaboración entre poder y dinero.
Uno pensaría que en la llamada «cuna de la democracia», la política se basaría en valores sólidos y en un respeto escrupuloso de las instituciones. Sin embargo, estamos viendo florecer una curiosa forma de gobernar que podríamos denominar kinderpolítics: un enfoque infantilizado y caprichoso, que mezcla nepotismo, desregulación, corrupción, decisiones primarias apresuradas sin sentido, supuestas «ideas felices» y un narcisismo exacerbado. Y, como no podía ser de otra manera, la gran beneficiada de esta farsa ha sido la industria tecnológica, con la complicidad de directivos sin escrúpulos y de aventureros de las criptomonedas.
Con su retórica incendiaria, Donald
Trump ha consolidado la idea de que la política no es más que un patio de colegio donde el matón de turno impone su voluntad. Mientras tanto, el resto del mundo contempla atónito cómo el país que se autoproclama estandarte de la libertad se relaciona con dictadores, aprueba y pospone aranceles sin sentido y se pelea con sus propios aliados históricos.