Existe una gran preocupación en el mundo académico en general, particularmente vinculada con la disponibilidad prácticamente ubicua de la inteligencia artificial de cada vez mejor nivel en interfaces cada vez más sencillas, en torno al concepto del llamado «cheating«, habitualmente mal traducido al español como «copiar», pero que en realidad está reflejado mejor por la idea de «hacer trampas».
El término «academic dishonesty«, puede seguramente venir a reflejar mejor la
naturaleza de esa conducta, por lo que tiene de multifactorial y de recoger categorías de comportamientos muy variadas, pero la tendencia de las instituciones académicas a convertirlo todo en reglamentaciones o sistemas de reglas rígidas hace que, en muchos casos, se convierta en un «cajon de sastre» en el que englobar cuestiones que no tiene ningún sentido sancionar.
El presidente de la institución académica en la que llevo treinta y cinco años trabajando, Santiago Íñiguez, ha escrito hace poco sobre el tema en LinkedIn con un enfoque interesante, aunque echo en falta algunos elementos acerca de la raíz del problema. Desde mi experiencia, creo que es fundamental definir el fraude académico como un problema mucho más de las instituciones que de los estudiantes: en muchos sentidos, el comportamiento de los estudiantes es, básicamente, el lógico y esperable ante unas instituciones que adoptan métricas completamente erróneas.